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Vibra, tiembla y resuena, mi corazón,
al ritmo de mi sangre, pide fuerzas para escapar del orgullo
y
obviar su necedad,
la que vive hondamente y prisionera
en mis entrañas y es ocre, amarga,
diáfana e insalubre, desgarradora, soledad.
Honda, amarga, agridulce ¡traicionera!...
me puede su lastre, esa pesada losa
que me baja al fondo infernal de la ruindad
y me hace desvestir las vestiduras
de lo etéreo, lo que abre la puerta al infernal demonio,
habitante eterno, su infinita maldad.
Poderosas razones me avalan y soy ajeno,
mendigo de mi sangre, donde se nutren y viven
mis mortales
enemigos.
Soy el pan en su mesa... con solo mi palabra,
los sano o castigo.
¿Cómo no van a rendirse, si soy sus pieles o sus abrigos?
Triste
es la esencia a la que me lleva esta soledad, gris y amarga...
ser un Dios
inmortal, sin poder tocar,
disfrutar o acariciar sus logros.