Ayer
cuando mis pasos
me
llevaban caminando
hacia
el rincón de las sombras,
me
encontré a un hombre que lloraba.
Sus
hombros se agitaban
al
compás y ritmo que sus lágrimas
rodaban
a raudales
por
sus mejillas sonrosadas.
Me
acerqué,
llevado
por la compasión
y
con una sonrisa le pregunté;
¿puedo
ayudarle en algo, señor?
No
contestó ni movió,
su
cabeza hundida entre los hombros
y
sus lágrimas como caudal
formaban
ya en el suelo un manantial.
No
quise insistir
temiendo
molestarle,
quedé
frente a él mirándole,
mis
ojos llorosos lamiendo la tarde.
No
puedo asegurar
cuanto
tiempo estuve así
solo
sé que al levantar
el
señor la cabeza...
contemplé
emocionado que
quien
lloraba
no
era otro que
el
alma eterna de los mortales.