Cada
vez que presiento
que el
amor se me acerca
y se
me quiere adherir, lloro.
Gimo
como un niño sin madre.
Sus
caricias siempre son amantes
y me
dan paz en cada beso,
en
cada caricia de su cuerpo,
vencida
sobre mi cuerpo yerto.
Inspiro
dos veces, entrecortado,
me
peleo, me araño,
me
hiero con insultos soeces.
Todo
en vano...
nada me resulta más fácil
que mi
muerte.
Me
angustio, silenciosamente
quedo,
hundido y dolorido.
Cómo
la misma muerte,
tras
el ocaso de su gemido.
Después...
advierto su lejanía,
evaporándose
su imagen en la distancia,
etérea,
vacilante, herida...
y
pienso un solo instante,
yo la
herí, la culpa... fue mía.