Imagen obtenida de Internet
En un alarde de injusta aseveración,
comencé mi andadura por el dolor.
Me así a su deforme y enorme figura y me até a
su inmensa tripa abultada e hinchada de
putrefacción.
Desgarrado fue mi lento peregrinar, atado y maniatado a mi destino.
Era obvio que no lo
había elegido yo,
tan obvio como el doloroso
final que me esperaba.
Le increpé muchas veces, intentando en vano convencerlo
a desasirme de sus
garras,
le grité e insulté, muchas veces.
Esfuerzo vano y miserable, él era sordo
he inexpresivo a mis súplicas.
El tiempo fue castigándome, execrable,
como una condena nunca firmada ni escrita.
Instigando en mí el abandono, al olvido y a mis desdichas...
“Arderás en el infierno humano, allá en la costa terrenal
donde naciste, solo y sin nadie”.
Fueran sus palabras, brutales e imperturbable,
como lo era él en su deformidad, odiosa y miserable.
Mis parpados comenzaron a cerrarse,
empujados por lágrimas doloridas y terrenales.
Me sentía un muñeco hinchable,
una marioneta a la que “alguien”,
puso una vez, pedales.