Puse una
rosa en su pecho,
su piel
rosada hoy, palidecida,
aunque tersa,
tenue y deslucida.
Agaché mi
torso,
venciéndome
sobre su rostro de mármol frío.
La miré
silencioso... ¡qué belleza de labios
y que
ansias en mí despertaron un día!
Los
acaricié con mis labios, temblando
en mudo y
lacónico beso de despedida...
en una
jamás olvidada mañana deslucida.
Trémulas
y furtivas...
rodaron
las lágrimas por mis mejillas,
convertidas
hoy éstas en lava volcánica
al verla
allí tendida.
¡Qué
odioso corazón!
me latía
ruidosamente en el pecho mientras ella...
yacía allí,
en nuestro lecho, pálida, silenciosa y... fría.
