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    viernes, 1 de agosto de 2014

    Reconozco que bebí de la inestable esencia de la fe



    Imagen obtenida de Internet



    Tras la esquina de ese portal gris, lóbrego y ceniciento, 
    hay un corazón infeliz, árido y desierto. 
    Un ser que fue herido y maltratado por las lenguas miserables 
    que fueron cómplices diurnas, trasnochadas 
    y sedientas de sangre mucho tiempo.

    Oasis de la carne quisieron ser dejándose ambos vencer, 
    siempre empuñando el arma de la fe sin tregua, ufanas. 
    Elegante y misteriosa dama, ¡no pudo ser!
    Fueron vencidos, cruelmente mortificados,
    y sin derecho a nada.

    Callé no obstante, mientras pude,
     la lengua errática, malsana y mal criada,
    siempre obsoleta en sus gustos, irónica en sus maneras, 
    putrefacta, idólatra e impura en las sombras y cargada además, 
    con esa extraña mezcla de soledad o soberbia mezquina humana.

    Reconozco que he bebido de la inestable esencia de la fe, 
    cuando apenas era un niño... hoy un hombre
    herido y avergonzado por haber querido, y estar perdido y sin fe, 
    cargando además a mis espaldas la daga afilada, 
    un cruel puñal sanguinolento que nunca llegó a ser mío.

    Muero aquí, pese a no estar herido de gravedad ni he sido seducido 
    y hago aquí especial hincapié en que, no por ser humano 
    soy diestro ni vendaval ni tampoco soy pasto de ganado mal avenido...
    No soy fe, gloria ni religión ninguna, aunque muchos así lo habrían pretendido.