La humanidad, atrevidamente suicida, sin delicadeza en sus
acciones. Un flor petrificada vive en sus corazones de perfumada locura,
siempre constante, terrible, a la vez que late, alerta y vivaz, en sonetos de
desdicha y aventura.
Tierra que fuiste sembrada y de vestigios germinada,
siendo
inseminada con explosiones de bombas infectadas de muerte. Hoy tu estirpe inmortal, vibra y llora ante las inhóspitas
efemérides que gritan tu mayoría de edad, casi siempre obviada, pisoteada
y vilipendiada como madre.
Terremotos, maremotos y volcanes en erupción
escupiendo
llamaradas que te golpeaban una y otra vez
tus agrietadas y maltrechas espaldas
no fueron suficiente para acabar contigo.
Pero, llegó el ser humano y, ese sí fue capaz de destruirte
con su ambición desmesurada, poderes fácticos, sangrientos alfileres, se clavaron envenenados, no ya en tus
espaldas sino en tu grandioso y amoroso corazón.
La Tierra perdió. Y con su derrota, la victoria de lo vano y
absurdo del ser humano, fueron los vencedores, más no así lo fueron de los
justos pues, al ganar unos pocos, todos los demás fuimos los grandes perdedores.