En
esta desolación atroz que me consume,
fluyen
pensamientos extraños que me aprisionan y atrapan.
Por
eso siento que solo soy el mero espectador
de
lo que me hiere, duele, da miedo o mata.
En
las horas de mi soledad, en las que el silencio
me
hiere con su indiferencia.
Siento
el absurdo de mis deseos brincar,
hasta
sobresalir con rabia y romperse en mi pecho
hasta
hacerme sangre. Para morir después en mi boca
presintiendo
que la felicidad me ha llegado tarde.
No
existe peor penitencia que creerse humano
y
estar absurdamente penando por serlo.
Ni
mayor pena que la de no saber disfrutar
lo
que la vida te ha estado regalando y tú, ¡tonto!
mil
veces te estuviste negando el disfrutarlo.
Como
dardo o flecha envenenada,
siento
a mis pensamientos
atravesarme
y emponzoñar el interior de mi alma.
Hasta
se deleita con su sabor, agridulce y seco.
Tan
odiosos son y a la vez tan obscenos,
¡que
ni siquiera me defiendo!
Me
giro angustiado hacia atrás y me pregunto
«sí
vendrás a buscarme».
Pregunta
inútil y absurda ¡Ya me encontraste!
Aun
así me digo lloroso y gimiente;
«Cómo
se echa de menos aquel ayer,
cuando
nos perdimos los dos,
sin
buscarlo, en nuestro mañana».